Cuando trabajaba de administrativa, pasaban por mis manos muchos albaranes. Normalmente, todo era correcto, pero cuando había algún albarán problemático se me llevaban los demonios. Debía sacar mi cerebro cansado y presionado del estado de repaso y repetición en que lo tenía y ponerme a pensar soluciones donde muchas veces se debería haber prendido fuego. Lo único que quería era solucionar el problema lo más rápidamente posible e ir a por otro albarán.
El caso es que, con los profesionales que trabajan en asuntos de salud, que no tratan albaranes sino personas enfermas (médicos, enfermeras, trabajadores sociales), la cosa funciona más o menos así también: llegas ante ellos, tienes un problema; en aquellos momentos eres el albarán problemático. Sólo quieren solucionártelo dentro de sus posibilidades lo más rápidamente posible (si puede ser con poco trabajo, y no les culpo) y pasar a otra cosa. Pero, ¿qué pasa cuando la solución no es fácil, y no es cuestión de una tirita o de un jarabe o ni tan solamente de unas pastillas? ¿Qué pasa si no pueden solucionártelo? Pues que se sienten frustrados y te llega una sensación muy desagradable, te culpabilizan: de albarán problemático has pasado a ser un grano en el culo.
Eso es lo que me pasa a mí con mis paranoias: hacen daño a quien las escucha. Normalmente, no las explico a nadie, sé que haría sufrir a los pocos amigos que tengo. “Explícalas a un profesional”, me aconsejó mi librero “para eso están”. Ellos están ahí para casos como este, en teoría. Lo he probado, pero pronto me doy cuenta que soy un problema demasiado gordo para según qué profesional (como mínimo para los profesionales que yo puedo permitirme). Tengo unas paranoias demasiado truculentas como para que sea agradable escucharme; yo soy demasiado truculenta. Y yo sólo quiero que me escuchen, no que me llenen de pastillas. Y yo, hacer sufrir a la gente conscientemente, la verdad... (No digo que no haya hecho sufrir nunca a nadie, digo que normalmente no lo hago conscientemente). Llevo toda mi vida oyendo paranoias ajenas, y por tanto sé el daño que hace oír las paranoias de otra persona un día sí y otro también. Algo así te hunde, te mina por dentro, te hace sentir que la tierra falla bajo tus pies. Por eso yo no he explicado nunca nada de lo que a veces me pasa por la cabeza, sería hacer sufrir a quien lo escuchase o leyese. Creía que quizá con una persona acostumbrada a oír este tipo de cosas sería diferente, pero no es así. Son personas normales, y por tanto vulnerables como cualquier otra persona, como cualquier amigo. No se les puede obligar a sufrir escuchando según qué, es un asunto de conciencia.
Pues nada, como siempre, deberé guardármelo. ¡Y sé perfectamente que a todas estas ideas sí que debería pegarles fuego!
El caso es que, con los profesionales que trabajan en asuntos de salud, que no tratan albaranes sino personas enfermas (médicos, enfermeras, trabajadores sociales), la cosa funciona más o menos así también: llegas ante ellos, tienes un problema; en aquellos momentos eres el albarán problemático. Sólo quieren solucionártelo dentro de sus posibilidades lo más rápidamente posible (si puede ser con poco trabajo, y no les culpo) y pasar a otra cosa. Pero, ¿qué pasa cuando la solución no es fácil, y no es cuestión de una tirita o de un jarabe o ni tan solamente de unas pastillas? ¿Qué pasa si no pueden solucionártelo? Pues que se sienten frustrados y te llega una sensación muy desagradable, te culpabilizan: de albarán problemático has pasado a ser un grano en el culo.
Eso es lo que me pasa a mí con mis paranoias: hacen daño a quien las escucha. Normalmente, no las explico a nadie, sé que haría sufrir a los pocos amigos que tengo. “Explícalas a un profesional”, me aconsejó mi librero “para eso están”. Ellos están ahí para casos como este, en teoría. Lo he probado, pero pronto me doy cuenta que soy un problema demasiado gordo para según qué profesional (como mínimo para los profesionales que yo puedo permitirme). Tengo unas paranoias demasiado truculentas como para que sea agradable escucharme; yo soy demasiado truculenta. Y yo sólo quiero que me escuchen, no que me llenen de pastillas. Y yo, hacer sufrir a la gente conscientemente, la verdad... (No digo que no haya hecho sufrir nunca a nadie, digo que normalmente no lo hago conscientemente). Llevo toda mi vida oyendo paranoias ajenas, y por tanto sé el daño que hace oír las paranoias de otra persona un día sí y otro también. Algo así te hunde, te mina por dentro, te hace sentir que la tierra falla bajo tus pies. Por eso yo no he explicado nunca nada de lo que a veces me pasa por la cabeza, sería hacer sufrir a quien lo escuchase o leyese. Creía que quizá con una persona acostumbrada a oír este tipo de cosas sería diferente, pero no es así. Son personas normales, y por tanto vulnerables como cualquier otra persona, como cualquier amigo. No se les puede obligar a sufrir escuchando según qué, es un asunto de conciencia.
Pues nada, como siempre, deberé guardármelo. ¡Y sé perfectamente que a todas estas ideas sí que debería pegarles fuego!
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