Hoy, una lectora del blog (gracias) me ha puesto sobre la pista de Janet Frame, escritora neozelandesa que también estuvo encerrada en el manicomio en su juventud. (Psiquiátrico en mi caso, absolutamente manicomio en el suyo, y la diferencia sólo la hace la época.) Por lo que he leído, parece Janet Frame tuvo una vida muy dura, mucho más dura que la mía en el aspecto físico, si bien me he dado cuenta que en el aspecto mental nuestros sufrimientos han podido ser equiparables. Por lo que he podido entender sin haberla leído nunca, a ella también la hería el contacto con las personas, ella tampoco encajaba en la conspicua definición de “normal”. ¡Sin duda leeré sus libros!
Por qué la escritura acostumbra a ser una salida natural para personas de estas características es algo a lo que quizá tendría que dedicar una reflexión profunda alguien con estudios, aunque en el fondo me parece muy lógico: una herramienta como la escritura, que permite al yo expresarse parece hecha adrede para reconciliar la fragilidad de la experiencia personal con las aristas puntiagudas de un mundo que es más bien una lucha.
Por lo que observo de mi propia escritura, me sale mejor la reflexión sobre las cosas que no la explicación de las cosas en si. Rememoro mi vida y hay muchas cosas de las que, simplemente, no puedo ni quiero hablar. En cambio, me pasaría horas dado vueltas a sus consecuencias, coloreando los detalles. Pero me doy cuenta que, más que habilidad para explicar detalles, lo que necesito es un esquema, una estructura que pueda dar cabida a mi vida (que de hecho, no es nada del otro mundo), y sobre todo, a mis reflexiones sobre esta vida, una estructura que me permita explicar todo lo que he aprendido viviendo. Porqué las personas, a pesar que seamos el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, aprendemos, y yo he aprendido en cada tropiezo.
Me doy cuenta que empieza a haber gente de mi edad (o incluso, un poco más jóvenes) que se lamentan del paso del tiempo, y sobre todo, de la pérdida de la belleza que comporta la juventud que intrínsecamente la acompaña. Están equivocados. El paso del tiempo es una bendición. Llega un punto en que ya me he encallado con todo lo que podía encallarme, y he hecho en consiguiente aprendizaje: se llame experiencia, y es absolutamente cierto que es un grado. No en vano dicen que el diablo sabe más por viejo que por diablo. Y son muchos los que querrían volver a su juventud, ¡pero sabiendo lo que saben ahora! A pesar de ello, a buen seguro que cualquier joven en la flor de la edad (o no tan joven) podría replicarme que de qué te sirve saber cosas, si tu cuerpo no te acompaña. Por ejemplo, de qué te sirve a según qué edad saber muchas cosas sobre el sexo si ya no tienes atractivo para conseguir alguien con quien practicarlo. Parece que el valor de la juventud y de la belleza radica en la oportunidad que te da de conseguir buenos polvos. Pero, precisamente, si la experiencia sirve para algo más es para darte cuenta que, aunque parezca mentira, el mundo no se acaba en los buenos polvos. Y también sirve para, si se puede conseguir alguno, disfrutarlo más, tal y como se aprende a disfrutar del amor y de las cosas realmente importantes de la vida, que no son ser un objeto sexual, o tener un objeto sexual, contrariamente a lo que pueda parecer viendo la televisión.
Si estoy contenta de hacerme vieja es porqué, con el paso del tiempo, he aprendido muchas cosas sobre el mundo y sobre la gente, cosas que pueden hacer que, en futuro, el sufrimiento no sea tan intenso como en el pasado. Ahora ya no sufro tanto como lo que sufrí siendo adolescente. Las inseguridades de la juventud pueden ser un doloroso calvario, por más sex-appeal que se tenga. Cuando eres mayor eres más fea, pero te quieres mucho más a ti misma. Por eso solo, por la disminución del sufrimiento, ya vale la pena hacerse vieja. Básicamente mi vida ha sido eso: un acumular herramientas para enfrentarme al sufrimiento. (De aquí que siempre haya coleccionado libros, una de las pocas cosas que no me hacen sufrir.) Una de estas herramientas para enfrentarme al sufrimiento es la escritura. Otra es el aislamiento. Son herramientas complementarias, de hecho. Una tercera herramienta para enfrentarme al sufrimiento, que también complementa a las demás, es quizá la de uso más difícil, la que puede actuar más a menudo como arma de doble filo: es la sinceridad. (Tanto en la escritura como en la vida.) Y creo, que conjugadas, estas herramientas pueden servir para algo, para convertir el dolor en algo no doloroso, para hacer comestible el triste rancho que es a veces la vida, para continuar viviendo con ganas, y no sólo como una imposición de la existencia. Escritura, aislamiento, sinceridad. Esta soy yo, esta es mi manera de estar viva.
Por qué la escritura acostumbra a ser una salida natural para personas de estas características es algo a lo que quizá tendría que dedicar una reflexión profunda alguien con estudios, aunque en el fondo me parece muy lógico: una herramienta como la escritura, que permite al yo expresarse parece hecha adrede para reconciliar la fragilidad de la experiencia personal con las aristas puntiagudas de un mundo que es más bien una lucha.
Por lo que observo de mi propia escritura, me sale mejor la reflexión sobre las cosas que no la explicación de las cosas en si. Rememoro mi vida y hay muchas cosas de las que, simplemente, no puedo ni quiero hablar. En cambio, me pasaría horas dado vueltas a sus consecuencias, coloreando los detalles. Pero me doy cuenta que, más que habilidad para explicar detalles, lo que necesito es un esquema, una estructura que pueda dar cabida a mi vida (que de hecho, no es nada del otro mundo), y sobre todo, a mis reflexiones sobre esta vida, una estructura que me permita explicar todo lo que he aprendido viviendo. Porqué las personas, a pesar que seamos el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, aprendemos, y yo he aprendido en cada tropiezo.
Me doy cuenta que empieza a haber gente de mi edad (o incluso, un poco más jóvenes) que se lamentan del paso del tiempo, y sobre todo, de la pérdida de la belleza que comporta la juventud que intrínsecamente la acompaña. Están equivocados. El paso del tiempo es una bendición. Llega un punto en que ya me he encallado con todo lo que podía encallarme, y he hecho en consiguiente aprendizaje: se llame experiencia, y es absolutamente cierto que es un grado. No en vano dicen que el diablo sabe más por viejo que por diablo. Y son muchos los que querrían volver a su juventud, ¡pero sabiendo lo que saben ahora! A pesar de ello, a buen seguro que cualquier joven en la flor de la edad (o no tan joven) podría replicarme que de qué te sirve saber cosas, si tu cuerpo no te acompaña. Por ejemplo, de qué te sirve a según qué edad saber muchas cosas sobre el sexo si ya no tienes atractivo para conseguir alguien con quien practicarlo. Parece que el valor de la juventud y de la belleza radica en la oportunidad que te da de conseguir buenos polvos. Pero, precisamente, si la experiencia sirve para algo más es para darte cuenta que, aunque parezca mentira, el mundo no se acaba en los buenos polvos. Y también sirve para, si se puede conseguir alguno, disfrutarlo más, tal y como se aprende a disfrutar del amor y de las cosas realmente importantes de la vida, que no son ser un objeto sexual, o tener un objeto sexual, contrariamente a lo que pueda parecer viendo la televisión.
Si estoy contenta de hacerme vieja es porqué, con el paso del tiempo, he aprendido muchas cosas sobre el mundo y sobre la gente, cosas que pueden hacer que, en futuro, el sufrimiento no sea tan intenso como en el pasado. Ahora ya no sufro tanto como lo que sufrí siendo adolescente. Las inseguridades de la juventud pueden ser un doloroso calvario, por más sex-appeal que se tenga. Cuando eres mayor eres más fea, pero te quieres mucho más a ti misma. Por eso solo, por la disminución del sufrimiento, ya vale la pena hacerse vieja. Básicamente mi vida ha sido eso: un acumular herramientas para enfrentarme al sufrimiento. (De aquí que siempre haya coleccionado libros, una de las pocas cosas que no me hacen sufrir.) Una de estas herramientas para enfrentarme al sufrimiento es la escritura. Otra es el aislamiento. Son herramientas complementarias, de hecho. Una tercera herramienta para enfrentarme al sufrimiento, que también complementa a las demás, es quizá la de uso más difícil, la que puede actuar más a menudo como arma de doble filo: es la sinceridad. (Tanto en la escritura como en la vida.) Y creo, que conjugadas, estas herramientas pueden servir para algo, para convertir el dolor en algo no doloroso, para hacer comestible el triste rancho que es a veces la vida, para continuar viviendo con ganas, y no sólo como una imposición de la existencia. Escritura, aislamiento, sinceridad. Esta soy yo, esta es mi manera de estar viva.
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