Tenía una compañera de trabajo que, por malas experiencias con nuestro jefe, se había acostumbrado a guardar TODOS los papeles que entraban en la empresa, aunque ya no se usaran. Su teoría era que un papel no grita, no llora y que no debes darle de comer: en definitiva, que no molesta y por tanto guardarlo no representa ningún problema. No digo que eso no fuera una manera de hacer correcta para aquella empresa (que era la casa de los disparates), pero no creo que deba aplicarse a pies juntillas a la vida cuotidiana. Yo, en casa, cuando guardo papeles, me he dado cuenta que algunos producen lo que yo llamo molestia psicológica: es decir, que aunque no griten, no lloren y no deba darles de comer, guardarlos le pesa al espíritu, le son una carga. No sólo ocupan un lugar que podría destinar a tener papeles más interesantes, sino que cada vez que me acuerdo que los tengo siento su peso específico. La solución sería tirarlos, pero eso no siempre es posible, siempre hay algún papel u otro que más vale guardar, aunque pese psicológicamente. En eso de guardar papeles y trastos cada cual es distinto, y influye mucho es espacio de que se dispone, claro. Yo no soy una gran poseedora de trastos, no tengo espacio, pero sí de papelotes de todo tipo. Tengo papeles guardados que no me he mirado en diez años, pero que me resisto a desprenderme de ellos, son parte de mi bagaje. De vez en cuando hago una limpieza y despejo y tiro, pero los hay que sé que no voy a tirarlos jamás. Estos no son una molestia psicológica, sino una compañía psicológica, y me siento acompañada por el hecho de tenerlos. Y tiene razón: no gritan, no lloran, y no he de darles de comer.
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