Cuando era adolescente leía mucho, pero leía libros para adolescentes, no leía los clásicos de la literatura, que encontraba difíciles. Algunos todavía los encuentro difíciles, si he de ser sincera. Creo firmemente que hay una edad adecuada para cada libro, y que querer hacerle leer a una mente tierna según qué es más bien un atentado a la maduración de aquella persona como lector, y puede ser contraproducente incluso hasta el punto de hacerle aburrir la lectura. Será el tiempo y la evolución personal de cada cual que acabaran llevando a un lector concreto a los libros “difíciles”.
Entre los libros que me leí en aquella época, hay dos que recuerdo especialmente: uno se llamaba la Ennéade, el otro La guerra de los bombones. En la Ennéade, situado en un futuro donde una hipotética humanidad estaba desperdigada por el Universo, una escultora-inmigrante era llevada a la Tierra desde un planeta depauperado para trabajar en régimen de semi-esclavitud esculpiendo en el jardín de un hombre rico. Durante el viaje, las mismas herramientas de escultora le habían servido para defenderse-atacar y sobrevivir, y estas misma herramientas le servirán una vez se escape del jardín del hombre rico y decida huir a los suburbios de la ciudad. Esta idea, el hecho de tener que sobrevivir mediante la violencia, mediante las misma herramientas que usaba para crear, me impresionó mucho, y no se parecía en nada a lo que yo estaba acostumbrada a leer. En La guerra de los bombones, un líder de la tribu urbana de un instituto se dedicaba a organizar actos de vandalismo, más que para hacer el mal, para ser popular entre sus compañeros. El protagonista, en sus alturas maquinadoras, se sentía muy solo. Aquello también me impresionó mucho, como alguien que se dedica a manipular y a hacer cosas no muy legales, incluso usando la violencia, a hacer sufrir a los demás, y que parece integrado en el mundo de la popularidad (ya sabéis lo difícil que es ser popular en un instituto) puede tener la debilidad humana de sentirse solo y ajeno a la gente que manipula. Aquello, este afán por dirigir a los demás, tampoco se parecía demasiado a lo que yo estaba acostumbrada a leer, y fue la primera vez que leí sobre la soledad del poder. El poder que tenía aquel personaje ciertamente fascinaba, a mí me fascinó, aunque si le hubiera encontrado en la vida real quizá me habría dado asco... pero curiosamente, a pesar que siempre conseguía lo que quería, él tampoco estaba contento, y sí, sentía el poder, pero también su presión.
Si recuerdo estos dos libros es porqué la mayoría de libros para adolescentes acostumbran a ser muy típicos: los buenos son muy buenos y los malos son muy malos, no hay gradaciones. En cambio, en estos libros, los personajes con los que te identificabas hacían cosas reprobables, no eran modelos de perfección moral. Y yo me daba perfecta cuenta que esta era la verdad, que los humanos tenemos cosas buenas y también cosas malas. Que la “capacidad para hacer el mal” es algo inherente en las personas, a pesar de que la mayoría de libros no lo refleje, y que la burguesía bienpensante que ha hecho algún dinerillo jamás lo admitiría.
Si me acuerdo de eso ahora, en el impás de empezar a hacer este nuevo blog, es porqué me siento mala persona por tener la intención de escribir sobre mi relación los demás, que jamás ha sido un camino de flores. Es evidente que la gente, aunque haya podido hacerme algún mal, está en desventaja respecto a la capacidad que tengo de ponerlos verdes diciendo cuatro verdades. Les puedo hacer daño sólo haciendo eso: diciendo las verdades. No hace falta que invente calumnias o que difame a nadie: oyéndose decir la verdad ya les dolerá lo suficiente. (Evidentemente, voy a cambiar nombres.) Sentir que puedes hacer eso no es agradable, y me hace tener mala conciencia. Claro que me gustaría que mis textos estuvieran de seres inocentes que duermen confiando en el futuro, de comidas con los amigos, de flores de fragancia tierna y fresca... Pero mi realidad no es así. Mi realidad está llena de gente que no me ha aceptado, de gente que ha intentado manipularme, de rechazo y de críticas por la espalda. En sus Diez mandamientos de un escritor, Stephen Vizinczey dice que si crees que eres una víctima de las circunstancias no eres lo suficientemente maduro para escribir. También he leído que una narración explicando un personaje a quien sólo le pasen cosas (entiéndase desgracias) no funciona, y si no funciona quiere decir que no es cierto, porqué todos somos agentes de nuestro propio destino, y llega un punto en el que podemos incidir sobre las desgracias que nos pasan. Esta idea la encuentro muy discutible, pero se ve que es así. Es decir, que esta realidad victimista en la que he sido rechazada y me propongo compensar criticando aquellos quienes me han rechazado tampoco es la verdad. No lo sé, tendré que encontrar una especie de visión madura para conjugar todo esto, una visión donde yo también sea capaz de mostrarme “haciendo el mal”, una visión que, explicando lo que a mí me parece que es la verdad, “cuele”... Encontrar la manera de hacerlo con el tono justo (sobretodo sin hacerme la víctima, que me conozco) me parece más difícil que explicar según qué. Encontrar el tono.
Entre los libros que me leí en aquella época, hay dos que recuerdo especialmente: uno se llamaba la Ennéade, el otro La guerra de los bombones. En la Ennéade, situado en un futuro donde una hipotética humanidad estaba desperdigada por el Universo, una escultora-inmigrante era llevada a la Tierra desde un planeta depauperado para trabajar en régimen de semi-esclavitud esculpiendo en el jardín de un hombre rico. Durante el viaje, las mismas herramientas de escultora le habían servido para defenderse-atacar y sobrevivir, y estas misma herramientas le servirán una vez se escape del jardín del hombre rico y decida huir a los suburbios de la ciudad. Esta idea, el hecho de tener que sobrevivir mediante la violencia, mediante las misma herramientas que usaba para crear, me impresionó mucho, y no se parecía en nada a lo que yo estaba acostumbrada a leer. En La guerra de los bombones, un líder de la tribu urbana de un instituto se dedicaba a organizar actos de vandalismo, más que para hacer el mal, para ser popular entre sus compañeros. El protagonista, en sus alturas maquinadoras, se sentía muy solo. Aquello también me impresionó mucho, como alguien que se dedica a manipular y a hacer cosas no muy legales, incluso usando la violencia, a hacer sufrir a los demás, y que parece integrado en el mundo de la popularidad (ya sabéis lo difícil que es ser popular en un instituto) puede tener la debilidad humana de sentirse solo y ajeno a la gente que manipula. Aquello, este afán por dirigir a los demás, tampoco se parecía demasiado a lo que yo estaba acostumbrada a leer, y fue la primera vez que leí sobre la soledad del poder. El poder que tenía aquel personaje ciertamente fascinaba, a mí me fascinó, aunque si le hubiera encontrado en la vida real quizá me habría dado asco... pero curiosamente, a pesar que siempre conseguía lo que quería, él tampoco estaba contento, y sí, sentía el poder, pero también su presión.
Si recuerdo estos dos libros es porqué la mayoría de libros para adolescentes acostumbran a ser muy típicos: los buenos son muy buenos y los malos son muy malos, no hay gradaciones. En cambio, en estos libros, los personajes con los que te identificabas hacían cosas reprobables, no eran modelos de perfección moral. Y yo me daba perfecta cuenta que esta era la verdad, que los humanos tenemos cosas buenas y también cosas malas. Que la “capacidad para hacer el mal” es algo inherente en las personas, a pesar de que la mayoría de libros no lo refleje, y que la burguesía bienpensante que ha hecho algún dinerillo jamás lo admitiría.
Si me acuerdo de eso ahora, en el impás de empezar a hacer este nuevo blog, es porqué me siento mala persona por tener la intención de escribir sobre mi relación los demás, que jamás ha sido un camino de flores. Es evidente que la gente, aunque haya podido hacerme algún mal, está en desventaja respecto a la capacidad que tengo de ponerlos verdes diciendo cuatro verdades. Les puedo hacer daño sólo haciendo eso: diciendo las verdades. No hace falta que invente calumnias o que difame a nadie: oyéndose decir la verdad ya les dolerá lo suficiente. (Evidentemente, voy a cambiar nombres.) Sentir que puedes hacer eso no es agradable, y me hace tener mala conciencia. Claro que me gustaría que mis textos estuvieran de seres inocentes que duermen confiando en el futuro, de comidas con los amigos, de flores de fragancia tierna y fresca... Pero mi realidad no es así. Mi realidad está llena de gente que no me ha aceptado, de gente que ha intentado manipularme, de rechazo y de críticas por la espalda. En sus Diez mandamientos de un escritor, Stephen Vizinczey dice que si crees que eres una víctima de las circunstancias no eres lo suficientemente maduro para escribir. También he leído que una narración explicando un personaje a quien sólo le pasen cosas (entiéndase desgracias) no funciona, y si no funciona quiere decir que no es cierto, porqué todos somos agentes de nuestro propio destino, y llega un punto en el que podemos incidir sobre las desgracias que nos pasan. Esta idea la encuentro muy discutible, pero se ve que es así. Es decir, que esta realidad victimista en la que he sido rechazada y me propongo compensar criticando aquellos quienes me han rechazado tampoco es la verdad. No lo sé, tendré que encontrar una especie de visión madura para conjugar todo esto, una visión donde yo también sea capaz de mostrarme “haciendo el mal”, una visión que, explicando lo que a mí me parece que es la verdad, “cuele”... Encontrar la manera de hacerlo con el tono justo (sobretodo sin hacerme la víctima, que me conozco) me parece más difícil que explicar según qué. Encontrar el tono.
(texto publicado inicialmente como introducción al blog lazos imaginarios)
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