jueves, 25 de junio de 2009

Blanca

Blanca era una compañera con la que me encontraba en una organización que ayudaba a buscar trabajo a gente con minusvalías. Nuestra minusvalía era que ambas teníamos una enfermedad mental, y nos habían dicho que lo mejor para encontrar trabajo en estas circunstancias era esconderlo. A pesar de todo, a ella le encontraron un trabajo en un hospital, pero resultó que sólo querían a alguien para cubrir aquella plaza temporalmente, la plaza estaba condenada a desaparecer (algo que no le dijeron cuando empezó), y después de un tiempo de trabajar allí tuvo que dejarlo. Esta especie de engaño creo que fue un golpe muy duro para ella, aunque la gente de la organización, que le habían encontrado aquel trabajo, no le dieron importancia. Nunca daban importancia a nada. No le encontraron ningún otro trabajo. Como a mí, a mí tampoco me encontraron ningún trabajo. A veces pienso que me gustaría ir allí y escribir en las paredes del edificio: “XXX, ladrones”, para que lo supieran todos los vecinos, porqué yo pagué religiosamente cada mes para que no me encontrasen un empleo adecuado a mis capacidades y limitaciones, pero la verdad es que no me atrevo a hacer pintadas en la calle. Aparte de pagar, firmábamos unos papeles para que la generalitat les diera una ayuda por el apoyo que nos daban. Que, de hecho, este apoyo era una charla una vez a la semana. No digo que eso no tenga un precio, siempre va bien hablar con alguien, sobretodo si no sales demasiado de casa, pero claro, no era demasiado a efectos prácticos de encontrar el anhelado empleo. El único consuelo que me queda es pensar que ahora, con la crisis, una empresa tan cogida con pinzas y tan dependiente de las ayudas debe de haberse ido a pique.

El caso es que con Blanca habíamos tenido alguna conversación, pero no puede decirse que fuéramos amigas. Era una un poco mayor que yo, y había estudiado una carrera. También escuchaba la radio. Decía que al anochecer, cuando se iba a su habitación ella sola y encendía la radio, era su momento de reconciliación con el día. Blanca se pintaba los ojos, pero se hacía la raya torcida, algo que hacía muy mal efecto. Qué puede llevar a alguien a la necesidad de pintarse los ojos a pesar de que no tenga ánimos para hacerlo correctamente, es un misterio que se me escapa. Me diréis “oh, es que estaba mal de la cabeza”. No me convence esta explicación. En todas las conversaciones que tuvimos nunca me lo pareció, que “estuviera mal de la cabeza”, aunque sabía que como yo tenía una enfermedad. Jamás la vi en un momento malo, aunque sabía que los tenía. Una vez, hablando de que yo escribía, me dijo “es un don”. Eso me sorprendió mucho, porqué ella tampoco sabía si yo escribía bien o no. Pero para ella, sólo tener la necesidad de hacerlo ya era un don. Nunca me lo había planteado así, nunca había pensado que sólo por el hecho de escribir, sin necesidad de saber si lo hacías bien o no, ya pudiera ser un don. ¡Yo creía que el don era cuando lo hacías bien! (Y por hacerlo bien quiero decir vivir de ello y publicar sobre papel y estas cosas.) Escribir como hobby jamás me ha parecido un don (aunque para mí siempre ha sido algo más que un hobby), pero ella no lo veía así, quizá porqué como no escribía, hacer algo como esto le parecía una actividad rodeada de misterio. Ahora, por mucho que pensase que era un don, jamás tuvo la necesidad de leer mi blog, y cada vez que nos veíamos debía repetirle la dirección, algo que yo hacía pacientemente, pero sabiendo perfectamente que no se lo miraría. Al cabo de un tiempo nos dijo que había dejado de escuchar la radio. De hecho, eso lo supe por casualidad, y no lo relacioné, aunque me extrañó que alguien que está tan solo pudiera renunciar a la radio.

Las reuniones que hacíamos estuvieron paradas durante quince días. Creo que aprovechó este lapso en que no vio al grupo (sobretodo no vio al monitor, por el que sentía un gran afecto) para acabar de desligar el débil lazo que la unía con el mundo y las personas de su alrededor. Un día, se levantó por la mañana y se arregló, como si quisiera salir de casa. Pero no salió por la puerta. Vivía en un sexto piso. Se aplastó contra el asfalto. Tardó cuatro horas en morir.

Cuando me lo contó, el monitor me dijo: “si es lo que ella quería...”. ¿De verdad creía aquel pelele que aquello era lo que ella quería? Uno no escoge estar marginado del mundo. Pero, una vez ves que estas aparte, no es tan difícil hacer el paso. A mí me impresionó mucho la noticia del suicidio de Blanca. No es que fuéramos demasiando amigas, pero siempre la había visto más integrada en la realidad de lo que yo misma estaba. Si ella decidía renunciar, ¿qué podía esperar yo de mi vida? Supongo que me impresionó porqué el suicidio es algo en lo que pensaba mucho en aquella época. Empecé a admirarla, deseando algún día ser capaz de hacer yo lo mismo. Todavía creo que debería haber alguna especie de ayuda oficial para la gente que ha decidido quitarse la vida, y no tener que llegar al extremo de sufrimiento de tener que pasar cuatro horas de agonía. La muerte debería ser algo dulce. La sociedad, el sistema, tal y como está montado actualmente, no puede garantizar una vida digna a todo el mundo. (Y con una vida digna no quiero decir más caridad.) Y con eso tampoco quiero decir que se deba hacer la revolución o intentar cambiar el mundo o nada de eso. El mundo es como es, de la única manera que puede ser: una selva. O juegas o no juegas. Pienso que nadie debería escandalizarse porqué haya quien decida no jugar más a este juego.

No hay comentarios: