sábado, 14 de marzo de 2009

Confesión para descreídos

He dicho – bueno, más bien he insinuado-, pues he insinuado muchas veces en este blog que soy agnóstica, y que además no creo en la Iglesia. Pero, cuando estaba en el hospital, después de haberme tirado al tren, pedí confesarme con un cura. (Por lo que se ve por los hospitales corren curas a tal fin.) Es difícil de justificar una acción así en una persona que representa que no cree.

El caso es que, aunque sea escéptica, a mí me han educado dentro de la religión católica, he ido a misa y a doctrina durante muchos años, (me habían obligado a confesarme muchas veces), y, aunque haga muchos años de eso (muchos, muchos), y que yo fuese muy joven, supongo que algún posito me ha quedado.

La verdad es que pensé en aquel personaje de la Regenta, que después de pasarse la vida sacando las tripas a los curas y comiendo carne en Cuaresma, pide un cura en su lecho de muerte...

Después de hablar con el cura, le dije a la enfermera que no me había servido, que yo creía que me sentiría aligerada después de haberme confesado, y la verdad es que me quedé igual. No me pareció que el cura fuera una persona que me comprendiese ni que sintiese ninguna empatía por lo que me había pasado, y precisamente me puso una penitencia para descreídos. No me quejo, él hizo su trabajo. Pero precisamente este es el problema: para él aquello era una rutina, un trabajo. Era especialista en confesar a descreídos que se asustaban en el momento de la verdad. Pero yo no creo que la actitud hacia alguien que quiere pedir perdón deba ser esta... quiero decir que, aunque alguien no crea demasiado, si se decide a hacer el esfuerzo de pedir perdón creo que se merece un poco de entusiasmo e interés por lo que le ha pasado...

Me di cuenta que, más que pedir perdón, lo que quería era explicarlo a alguien que me entendiera y que no me riñese por lo que había hecho (aquella mueca de desaprobación que ponía todo el mundo...) Aquella persona no me sirvió para eso. Es caso es que la enfermera me dio la solución: no era el cura quien debía perdonarme, ni nadie exterior a mí; era yo misma que debía hacerlo. Era yo quien debía dejar de poner la mueca de desaprobación cuando me miraba al espejo. Así que me lo expliqué a mi misma y no me reñí; y no tardé mucho en sentirme más aligerada.

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