viernes, 5 de septiembre de 2008

Lunes con mi viejo profesor

Pienso en una frase que usé el otro día, y pienso que sé exactamente de donde la he sacado: de mi viejo profesor de primaria. Él siempre lo decía. Y me sorprendo de recordarlo tantos años después, y me gusta haber adoptado sus palabras. Este profesor ya había sido profesor de mi padre, y yo siempre lo había visto mayor. Pero no me di cuenta de lo viejo que se había hecho hasta que un día, cuando ya hacía muchos años que se había acabado la escuela, me lo encontré en una sala de espera. Para él aquella ya sería la última sala de espera. No miraba la gente a los ojos como solía, y se le veía cansado. Hablando, hablando, me confesó que él, de joven, también había querido ser escritor, pero con el tiempo y la necesidad de mantener a la familia lo había ido abandonando. Sus ojos reflejaban la derrota de un modo enternecedor. Yo, en aquella época, todavía me planteaba si valía la pena intentar escribir. Y al ver aquella mirada perdida lo tuve claro: debía escribir. Estaba segura que si mi viejo profesor hubiese podido seguir su vocación, no hubiese tenido aquella mirada; no quería llegar a vieja con aquella mirada. Era la mirada de una persona que sabe que muere y que sabe que la vida le ha vencido. Se lo comenté a Álvaro y sonrió, como aquel quien sonríe ante el razonamiento de una niña pequeña. Pero aquello fue importante para mí, y, en aquel momento de mi vida, fue el recuerdo de aquella mirada desesperada lo que me dio las alas que necesitaba para decidirme a intentar escribir.

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